ERA
INÚTIL, ESE VACÍO CONTINUABA ALLÍ; había agotado recursos a su
alcance, junto con su amiga Alicia: teatro, cine, libros, fiestas...
ni los cuadros que tan magistralmente comenzaba a pintar lograban
llenarlo. ¿Sería la falta de amor? Luisa aseguraba que cuando lo
encontrara ese vacío automáticamente empezaría a cerrarse.
Deprimida, se mordía los labios. Tantos hombres intentaban traspasar
la barrera de sólida transparencia, para lograr conmoverla un poco,
interesarla siquiera mínimamente y rescatarla de su hermetismo, que
se había obligado a interesarse por alguno de ellos. Las emociones
requieren de alguna motivación externa, específica, al margen de la
voluntad, y no podía obligarse a sentir algo que carecía del
suficiente incentivo para hacerlo brotar de lo más hondo de sí.
Tarde o temprano sus constantes pretendientes se sentían humillados
y heridos, sobre todo Roberto que había sido el más tenaz de sus
perseguidores, el único que no se desalentó por la indiferencia y
el aparente rechazo. Luisa se fijó en él y aceptaba gustosa algunas
citas. Quizá hasta llegó a sentir algo por Roberto, ahora no estaba
segura. Tal vez un cariño pasajero, un amor tibio que no consiguió
dejar huella y que abandonó sin miramientos.
Roberto
no se resignó y continuó buscándola, cada vez con más evidentes
muestras de resentimiento y despecho. A Luisa empezó a molestarle
esa insistencia, aquella obstinada persecución que no cejaba ni con
las humillaciones involuntarias que forzosamente debía extraer de
ella. Una desconfianza aterradora se adhirió a su epidermis y su
anterior sentimiento se trocó en recelo, en rechazo. Un miedo
patológico hacia ese ser maligno que no sabía de amor propio ni de
dignidad, y que continuaba persiguiéndola con sospechosas e
incontrolables intenciones.
Sin
embargo, de golpe, en el paroxismo de aquel escabroso malestar, él
se retiró bruscamente. Al fin la tranquilidad regresaba a ella. Era
como renacer y recuperar la libertad después de un tiempo prolongado
de prisión. No obstante, advirtió que aquel hueco sepultado
transitoriamente, ignorado por la urgencia de avivar sus antenas
defensivas para librarse de Roberto, de pronto resurgía; el
siguiente paso sería colmar ese abismo de soledad. Se inscribió en
clubes, iba a reuniones, coqueteaba con cuanto chico le resultaba
agradable. Cálmate un poco, Luisa, los muchachos están captando tu
necesidad desesperada de cariño y compañía y se asustan, le había
dicho Alicia. Ella comprendió y cambió de actitud, pero aun así
ningún hombre logró remover en algo sus hormonas, transportarla a
aquella necesidad de fusión y plenitud que buscaba. Pobre Luisa,
dijo Alicia, tu problema, creo, es que tienes grabado en la mente
algún tipo de hombre ideal que no existe; es una ilusión pensar que
hay alguien capaz de llenarnos por completo, siempre habrá huecos
inllenables. Y Luisa llegó a envidiar a Alicia (que ni siquiera era
bonita) la compenetración que había logrado con su pareja, ese
sentirse bien con lo que tenía sin aspirar a más, esa armonía
interior que parecía funcionar al margen de influencias externas.
Vista
desde afuera Luisa era lo que se podría decir una chica con suerte.
Los hombres la admiraban y hasta la asediaba. Como pintora comenzaba
a destacar y a tener éxito. Poseía dinero, talento. Materialmente
nunca le faltó nada, sin embargo...
PUEDO SENTIRLO A MI LADO. Ahora lo siento con más fuerza, antes era una sensación vaga, un aleteo de mariposa, o un hálito indefinible de algún aroma desconocido. Como si empezara a delinearse ha dejado de ser fugaz y se vuelve indeleble, casi palpable. Algo en mi interior me dice que debo retener la emoción que me inspira para que, con el paso del tiempo, adquiera rostro, voz, se materialice. Aún no lo veo y su invisibilidad me atormenta. Tal vez deba alejarme del bullicio citadino, de la rutina, para que tome verdadera forma y venga a mí, no ya con un susurro indescifrable o un suspiro místico, sino plenamente, convertido de seguro en un hombre. Escapo de la ciudad, necesito su compañía, sentirlo tan cerca que casi sea un hecho palpar la textura de su piel, mirar el color de sus ojos...
Camino sobre la playa, el mar agita sus bramidos abismales. La frescura toca mi cara suavemente, me acaricia con sus dedos tersos que dejan susurros al oído. Su voz grave y sedosa intenta articular frases, pero se desintegran en la atmósfera. Y, cuando llego a mi hotel, de acabados rústicos, de madera y barro, percibo de pronto su presencia. Sé que está ahí, esperándome. Oigo sus pasos, su aliento tan cerca que un estremecimiento recorre mi piel como una ducha de agua electrizante y tibia. Me había dejado sola en la playa, se había adelantado, quizá quería prepararlo todo para que el encuentro fuese por fin nítido, palpable.
Sé que debo sentirlo intensamente para que su figura abstracta tome forma. Lo siento, lo estoy sintiendo con tanta fuerza que cierro los ojos y de golpe, empiezo a percibir su calor, unas manos aún etéreas me recorren. Le pongo un nombre y lo llamo: Alejandro. Las manos son cada vez más firmes. Su boca se adhiere a la mía. Sus labios carnosos, húmedos... De pronto mi cuerpo está desnudo, entregándose a una vertiginosidad delirante, a una epilepsia de placer indescriptible, fundiéndose en el universo, poseyéndolo todo. La locura, el éxtasis... Alejandro, repito, y Alejandro me responde por mi nombre: Eres mía Luisa, eres mía, al fin, al fin... Grito. De improviso me entra la urgencia de mirarlo, de saber exactamente como es. En la semipenumbra sólo vislumbro su silueta firme de hombre joven, atisbo la brillantez de unos ojos gatunos, grandes, un eventual rayo de luna me permite advertir que son verdes, muy verdes. Pero sobre todo puedo sentirlo, hasta el fondo de mí. Su esencia logró trasminar mi piel hasta confundirse con la mía. ¡Alejandro! grito ¡Alejaaandro, no te vayas! Y su silueta se disuelve como el humo antes de que yo logre encender la luz ¡Alejaaandro, regresa! Pero... ahora, sólo la soledad, el silencio, el rumor de los animalillos nocturnos. Quizá fue un sueño, pero no, las huellas de sus caricias están impresas en mi piel.
LUISA
EXPERIMENTÓ unos segundos de irrealidad, como si algún alucinógeno
hubiera trasminado muellemente su organismo. Se levantó con
brusquedad de la cama, llamando a Alejandro con desesperación, como
queriendo asir para siempre ese trozo de realidad imaginaria, y ahora
desconcertante, que se le acababa de escapar. Por unos momentos pensó
también en su amiga Alicia, que había aceptado gustosa acompañarla.
De seguro estará cenando con su novio. No creo que se enojen por
haberme escapado, pero el llamado de Alejandro...
Abrió
la puerta, daba a una frondosa vegetación que en ese instante la
luna hollaba con suavidad láctea. Aspiró el perfume de frescura
vegetal que le llegaba en oleadas. Percibió el murmullo de la
habitada naturaleza: cigarras, grillos... el destello fugaz y alado
de las luciérnagas. Y la luna de pronto desbordándose con más
efusividad, envolviendo la espesura con un tul lechoso y
reverberantemente etéreo. ¡Alejaaandro! volvió a gritar, acezante,
embriagada aún de irrealidad y una equívoca emoción, mezcla de
dolor y asombro, éxtasis y desencanto.
De
pronto ahí, entre la fronda, la sombra de Alejandro, escabulléndose
como un fantasma. ¡Alejandro! Corrió tras él. Más adelante el
crujido de la hierba pisoteada. Luisa lo seguía, desesperada, tras
la alternancia de chasquido y sombra. No supo cuánto tiempo duró
esta persecución, hasta que se sintió agotada y defraudada. Sin
embargo, de improviso, la sombra se hizo un cuerpo. Por fin Luisa
pudo contemplarlo a plenitud, al fin adquirió un rostro, una voz:
Ahora sí nada te va a valer, Luisa, dijo, y se abalanzó sobre ella.
Gritó desgarradoramente, forcejeó como leona rabiosa, con todas las
fuerzas que disponía. Hasta que, derrotada, sucumbió, dominada por
esa lascivia vengadora que de pronto sintió familiar. Los ojos
verdes de Roberto poseían una nueva luz, desconocida, como si
hubiera logrado algo tanto tiempo deseado. Casi la vencía cuando una
renovada furia emergió de su interior: se defendió a mordiscos y
rasguños, gritó con un grito terrible que parecía salir de otra
boca, estremeciéndola.
Un
hombre, emergido de aquella vegetación, cayó de golpe sobre
Roberto. Se batieron enconadamente unos minutos que a Luisa
parecieron interminables. De repente Roberto se ovilló llevándose
las manos a la cara, herido. Una figura recia, unos ojos más verdes
que los de Roberto, una boca carnosa y húmeda, llegaron hasta ella.
Por fin sintió esa fuerza protectora y envolvente. Al fin ese hueco
impenetrable empezaría a ser parte de su historia.