¿Qué está pasando, Toño?
preguntó doña Claudia a su esposo, apretando nerviosamente las manos.
El señor Antonio, aún con los puños como magmas, no contestó. Cada vez se le parece más, susurró la señora Claudia, cerrando los ojos. El padre de Ricky aflojó los puños y miró a su mujer. Algún recuerdo lejano y triste se interpuso entre aquellas miradas.
Ricky empezaba a sufrir las
consecuencias de aquella insensata transformación. Se tumbó en la cama,
sumergiéndose en sí mismo como caracol olvidado. ¿Qué está pasando? Las
palabras de su madre eran correctas, pero desacertadas. Algo estaba pasando,
pero no lo que sus padres creían. Toda esa incertidumbre, ese miedo, eran
impropios de él. Con brusquedad, en un impulso iracundo, deshizo la posición de
feto aletargado y se levantó, echando hacia atrás la abultada cabellera. Había
que desbaratar pronto esa imagen, empezaba a resultarle fatal.
Salió de casa, la presencia de sus
padres lo incomodaba, lo hacían sentirse culpable. Ellos no podían entender que
la apariencia pocas veces coincide con la esencia y, además, él estaba tan
seguro de sí, tan definido, que ni llevando las más íntimas prendas femeninas
dejaría de ser un hombre.
Sus recuerdos eran un enredijo de imágenes
sueltas y confusas. Parecía que lo más importante de su vida se hubiese
estancado tres años atrás. Desde entonces no había vivido algo trascendental,
quizá porque el recuerdo de Jazmín lo llenaba todo. Fluía en su sangre, se
revelaba en su rostro, palpitaba en su corazón y en sus arterias. Con ella
llegó al clímax de la felicidad y el placer. Palpó el infinito, como si ambos
fueran el cátodo y el ánodo que al unirse echaran a andar el mundo. Mirarla era
como mirarse a sí mismo: los ojos azules que entornaba cada vez que algún
recuerdo añorado se instalaba en su centro. Jazmín tan romántica, tan cursi en
ocasiones, tan impredecible, terrenalmente etérea. De pronto irradiaba una
fuerza interior como un águila que se desprendiese de ella, independiente de la
cotidianidad sumergida en mezquindades y rutinas. A veces tan otra que Ricky no
la reconocía, adusta y ausente como una visión.
Jazmín se acercaba a él cuando
necesitaba sentirse real y quería vibrar y perderse en su instinto de animal
selvático; reconocerse mujer capaz de entregar una feminidad luminosa, pero
reservada a momentos especiales. Ricky la amaba tal cual era y confundía su ser
con el de Jazmín, tan parecidos, tan idénticos al amar, al reconocer las
sutilezas del mundo. Luego la paradoja: después de galopar como amazona
primitiva Jazmín aterrizaba en sus incurables sueños de romántica. Anhelaba
serenatas bajo la luna llena, flores rojas que culminaran en un altar.
Construía palacios de humo y edificaba su vida en planos de paradisíaca fantasía.
Entonces Ricky la trataba con cierto recelo y desconfianza, como si estuviese
frente a una lunática, preguntándose si él también provocaba aquella impresión
en otros. Pero había algo que a Ricky embelesaba: la espontaneidad y la autenticidad que no conocían temores ni trabas. Jazmín hacía lo que
sentía y nunca traicionaba sus convicciones. Algo que él había perdido y ella
conservaba como venerable niña anciana. Desde aquella separación brusca...
Ricky no la recordaba de niña, sólo conservaba una sensación de rompimiento
vital, como si le hubieran cortado los brazos o las piernas... Después el impacto
del reencuentro.
Recargado en el poste de una calle desierta, casi a la una de la mañana, con su gabán largo, sus botas, y su guitarra eléctrica, Ricky se veía hermoso. Estaba agotado de una intensa tocada en el antro y su rostro, tras el aleteo transparente de la luna, adquiría una expresión virginalmente salvaje.
El borracho se introdujo en el
silencio con su voz gutural, ahogada en quién sabe qué extraño mundo de
alucinaciones. La inesperada presencia de Ricky resultó una aparición edénica.
Se paralizó un segundo, mirándolo con ojos semicerrados y turbulentos.
Preciosa, musitó después dificultosamente. Preciosa, repitió mientras se
acercaba al descontrolado Ricky. Pre-cio-sí-sima, terminó de decir, arrastrando
las sílabas, antes que el guitarrista se esfumara, sobrecogido de repulsión y
azoro.
La semana anterior, al bajar del
autobús, un hombre chaparrito le dio la mano. Ricky alargó la suya, de varonil
delicadeza, y afianzó fuertemente, hasta el dolor, aquella caballerosidad
solícita y amable. La acercó hacia sí, con la brusquedad que lo caracterizaba.
Muchas gracias por ayudar a las damas, caballero, dijo con su voz de barítono
ronco. El moreno abrió los ojos, asustado, y tragó saliva.
Se sentó en la banca de un jardín,
hundió la cabeza entre las manos mientras la apretaba desesperadamente: No pudo
hacer algo. La lancha daba tumbos, el preludio de algún huracán que después se
arrepintió, la agitaba con sus dedos feroces. Tomó al vuelo el visor que se iba
dentro del aire. El mar empezó a jadear descompasadamente, como un monstruo
líquido que despertara con violencia, herido de pronto por algún enemigo
invisible.
Jazmín a veces parecía chiquilla. Su
grito quedó vibrando en la atmósfera salina, ensordecedoramente. Lo desmenuzó
el viento, lo sepultó después bajo las olas. Ricky no supo cómo algún trozo de
aquel alarido penetró en sus oídos, enloqueciéndolo. Alcanzó a ver los ojos de
Jazmín, sobre el agua, navegando entre el terror y el vacío. Había resbalado de
la lancha sin que él pudiera impedirlo, todo intento por ayudarla resultó vano.
Ricky gritó, rasguñó su cara, mesó sus cabellos, se arrodilló como si lo
hubieran acribillado. La sangre de Jazmín se extendía hasta llenar el océano.
La aleta del tiburón volvió a surcar el agua. No supo cuánto tiempo zozobró la
lancha, al arbitrio del viento, hasta que unos pescadores la encontraron.
Tuvieron que cargarlo entre varios, cobijarlo, darle de beber. Estaba
congelado, con la mirada derretida y petrificada. Pasaron dos años antes que
empezara a recuperarse. Buscó mujeres que lo ayudaran a olvidar; como esa
Miriam de formas opulentas que logró retenerlo por algún tiempo. Miriam le
entregaba la piel cálida, los pechos acezantes, igual que un arrullo
afrodisíaco. Sin embargo, Ricky no tardó en comprender que la mujer sólo era
una evasión, un autoengaño pasional. Buscaba con desesperación a Jazmín en las
personas, a través de algún objeto que, de alguna manera, se asociara a su
personalidad; en él mismo. Quería resucitarla, a toda costa.
Se incorporó de la banca, le
zumbaban los oídos. Desde el día de la tragedia era así, como si un torbellino
lo hubiese penetrado. Llegó a su casa, directo a su cuarto. Sus padres estaban de viaje, por suerte. Se detuvo frente al espejo y observó el cabello largo y
teñido. Aquella transformación no lo había convertido en el viril rockero que
pretendió imitar en un principio, semejante a sus compañeros de banda. Un halo
de femenina sensualidad lo envolvía.
En el espejo estaba Jazmín, su
hermana gemela y el amor de su vida, con la urgencia de renacer. Ahora Ricky
estaba seguro de eso, Jazmín renacería.
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