AL DESCUBRIRLO ME CONGELÉ DE GOLPE.
Una corriente embravecida de coches se interponía fatalmente entre él y yo,
entre él y la acera salvadora, igual que una playa cercana, pero inaccesible,
debido a la ferocidad de las olas.
El perro estaba atrapado en un
camellón. A ambos lados sólo un río tumultuoso de autos, como el mensaje
interminable de la muerte.
Yo seguía paralizada. Una de las
cosas que más me angustian es mirar a estos inocentes animalitos acosados por
la agresividad citadina que los deja solos, a su suerte, en medio del océano.
Eran las doce y media de la noche,
demasiado tarde para que una mujer anduviera sola. La atmósfera tenía un matiz
sombrío, y en instantes las callejuelas traseras parecían palpitar
arrítmicamente en forma de rostros acechantes y grotescos. Pensé en tomar un
taxi, pero en media hora no pasó alguno, además sólo tendría que caminar cinco
cuadras para llegar a mi casa, pero en esas cinco cuadras...
Fue un impulso inevitable, pero
ahora me doy cuenta que ha sido la peor estupidez. Todos estaban tomados y el
ambiente dio un giro vulgar y despreciable que provocó mi huida. Los
desconocidos empezaron a formar parejas eventuales que los incitaría a hurgar
sus respectivos cuerpos con manoseos sin futuro. Cada uno violaría la intimidad
del otro dentro de una excitación grosera y servil. En ese estado nadie se
acordaría de los condones y se propiciaría un cultivo del sida al por mayor. Si
siempre me han repugnado los encuentros ocasionales, degradantes, ahora con
mayor razón, por eso me fui, pese a mi paranoia enfermiza que adquiría tintes
enloquecedores con el paso de la noche.
Caminaba rígida, como caña; el
corazón golpeaba mi pecho con febril desorden. Me olvidé del perro, de la angustia
por su vida, y me concentré en mi propio instinto de supervivencia. Sin
embargo, de pronto me acordaba del can y me volvía. Parecía entregado
resignadamente a su destino.
En la mañana me había peleado con
mi esposo y quise castigarlo con esta escapada a una fiesta que me invitó una
amiga, la cual quedó muy formal de llevarme a casa, pero en esas condiciones...
Tito estaría por regresar del trabajo. Hoy salía temprano, porque otras veces
aparecía hasta la madrugada. ¿Cuándo no me viera en casa...? No quiero
imaginarlo. Generalmente era un hombre comprensivo y cariñoso de pronto hasta
el empalagamiento, pero cuando se enfurecía...
Tito me ganó a pulso. No se rindió
con mi rechazo. Una y otra vez lo rechazaba, no podía ser de otra manera. Yo
amaba a Daniel y no quería saber de alguien más. Pero las cosas con Daniel no
resultaron y parecía que Tito lo sabía. Daniel me engañaba, se portó como un
patán. No cedía en nada, pero yo tenía que dar mi brazo a torcer en todo. Era
desgastante hasta el agotamiento. Y mientras Daniel se iba desprendiendo cada
vez más de mi corazón, más necesidad tenía de refugiarme en el calor
incondicional de Tito que anduvo cuatro años tras de mí: el único que en verdad
me amaba y aceptaba como soy. Finalmente eso fue un estímulo, que alguien me
amara a pesar de mis defectos, reafirmaba mi valor como mujer y ser humano. Me
hizo sentir tan importante que de pronto creía flotar en una dimensión irreal,
fortalecedora. Era impredecible, detallista. Sin motivo especial me obsequiaba
algún regalo, o me preparaba alguna sorpresa estimulante; hasta que un día me
topé con un Tito desconocido: una sabandija venenosa que me agredía por
cualquier insignificancia, ofendiéndome como si quisiese desquitar la
humillación de haberme perseguido por cuatro largos años en los que me ocupé de
otros... Y esos momentos esporádicos se fueron haciendo más frecuentes… El Tito
extraño se adueñaba cada vez más del que yo tanto quería, y me costaba trabajo
asimilar esa parte suya tan desagradable y nueva que me tenía horrorizada y
escandalizada. Sin embargo, cuando volvía a ser el de antes, en mi mente sólo
permanecía la imagen del Tito acostumbrado, del Tito que ha vivido conmigo
durante dos años.
Mi paranoia ya adquiría niveles de
demencia. No había alguien alrededor de mí y yo me sentía la presa idónea para
el sinnúmero de violadores y criminales que sólo esperan una oportunidad como
la que yo generosamente ofrecía. Los delincuentes no atacan a cualquiera. Hay
personas que en el subconsciente arrastran alguna lacra de masoquismo que las
hace proclives, en cualquier instante, a ofrecerse como víctimas. Desde aquella
noche me di cuenta que yo era una de ellas.
En la nota roja aparecen a diario
noticias escalofriantes, inconcebibles, de lo que las mentes enfermas son
capaces de hacer. Los crímenes del Pípila eran lo más monstruoso que alguien
pudiera imaginar. No era muy sano pensar en todo eso. En las condiciones en que
me encontraba atraería el mal, sin remedio. No podía evitarlo. El Pípila, ese
jorobado que apuñalaba a sus víctimas después de violarlas y torturarlas,
merodeaba la Por-ta-les ¡mi colonia! Donde yo me encontraba, sola e inerme a
las doce de la noche.
El terror me hundió su garra
destructora. Observé al perro: un perro grande, cruza de colie. Parecía fuerte
a pesar de su vida errante, sin hogar. Fue como un acuerdo mutuo. Nuestras
miradas se cruzaron en un desesperado y angustiante pacto de camaradería
protectora; era mi esperanza. Los autos no cesaban de pasar. Esta ciudad... ni
en el fondo de la noche ofrece momentos de calma.
Casi llorando, apretando las manos
contra el pecho, elevé una oración sin palabras, fugaz pero intensa. Por fin, a
los diez minutos la acera quedó libre, los fanales de los autos se vislumbraban
muy lejos. Corrí hacia el camellón y posé mi mano sobre la frente del can. Yo,
que en condiciones normales no me hubiera atrevido a tocar un animal callejero,
ahora cualquier peligro era insignificante junto al horror que vislumbraba.
De algún modo el perro entendió la
solidaridad que había entre ambos. Se pegó a mí y corriendo cruzamos la calle,
con las luces de los autos ya muy cerca. Está de más decir lo agradecidos que
son estos animales. Me dirigió unos ojos expresivos, de gratitud, y me acompañó
en mi camino. Tan enternecida me sentí que pensé en adoptarlo.
Las callejuelas estaban solas y
tenebrosas. Alguna que otra desganada lucecilla sólo contribuía a acentuar el
terror de la noche. Sombras susurrantes se interponían. Caminaba aprisa, con el
corazón momentáneamente paralizado. La compañía de mi amigo me hizo más
confiada. Pensaba en Tito, de seguro ya había llegado y estaría despotricando
en mi contra, sin duda tendríamos una acalorada y desagradable discusión.
De pronto me paralicé, una de las
sombras se movió. Mi respiración aumentó ruidosamente su ritmo. Mis manos se
hicieron líquidas. Miré de nuevo a mi compañero y me tranquilicé un poco.
Estaba gruñendo, a la defensiva. Aceleré el paso, como huyendo de alguna
amenaza oculta. La sombra salió de la penumbra y cayó sobre mí con un golpe que
casi me hace perder el sentido. Grité al tiempo que el can se aventaba contra
mi agresor, ladrando furiosamente. Forcejearon mientras yo seguía gritando,
aterrorizada. ¡El Pípila! No pude distinguir su cara, pero la giba grotesca y
deforme era inconfundible. Un policía apareció repentinamente y le ordenó
apartarse de mí. El malhechor parecía no oír y siguió atacándome. Entonces el oficial disparó tres
veces. Una bala hizo volar la joroba postiza. Otras dos se incrustaron en su
cuerpo, y una más pegó superficialmente en el cuerpo de mi amiguito peludo que
aulló de dolor. Enternecida y emocionada le expliqué que no lo abandonaría.
Luego, con el corazón encogido y aun dando tumbos, me acerqué a observar el
rostro del delincuente que el policía iluminaba con una linterna: un rostro
maquillado. Era obvio que el malhechor ocultaba su identidad, pero... esas
facciones, ese cabello... era... era… No puedo describir lo que sentí. Todo se
hizo negro y mis huesos se derritieron de golpe.
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Deja un comentario