NO HABÍA ALTERNATIVA. Tendría que atreverse a manejar esa camioneta vieja
Suburban que hace tiempo no usaba. Irse sin rumbo, soltar el instinto y la
intuición para que la guiaran al punto correcto. Llevaba un día encerrada con
ese bulto abominable y no podía esperar más. Ahora o nunca, antes que la
perdición la hundiera en la más insalvable y profunda marisma.
Miraba el bulto una y otra vez, no podía hacer otra cosa más que mirarlo,
con el entrecruzamiento del placer liberador, como si fuera en un arrullante
barco, en aguas mansas, y el horror de un acto despiadado, escalofriante, del
que nunca se creyó capaz. Aún no podía recuperarse, fue algo tan monstruoso,
tan vil, igual que si algún espíritu ajeno, sádico y endemoniado, la hubiese
poseído. El sentimiento de culpa le era remoto. No se reconocía la autora, como si
hubiera sido un testigo pasivo y mudo de algo que de alguna manera la hacía
cómplice.
Sara suspiró con devoción, queriendo recuperar la personalidad perdida,
buscando su identidad destrozada como un vaso roto. Desde aquel instante sus
actos eran mecánicos: algún deber impuesto por un enemigo superior.
El teléfono sonó repetidas veces, lo ignoró con una indiferencia que no le
pertenecía. Se desnudó ante el espejo para reconocerse poco a poco hasta la
aceptación y la ternura. Se vio hermosa y libre, sobre todo libre, como siempre
debió ser. Se abandonó en la ducha, agudizando los sentidos como verdadera sibarita.
Otra vez desnuda frente al espejo procedió a arreglarse.
Lo más difícil fue arrastrar el bulto, envolverlo, echarlo en la cajuela, para lo cual tuvo que ingeniárselas con una tabla, y con la ayuda de dos amistades de confianza que la auxiliaron con estoicismo y, una de ellas, con desconcierto. Al final del trabajo la última le confesaría que por unos instantes la estaba desconociendo, pero que, a la vez, la había comprendido, pues lo más seguro es que ella en su lugar hubiera echo algo parecido. Les pesó como si hubieran arrastrado una ballena.
Condujo la Suburban con estremecedor aplomo, con una frialdad ajena a su
temperamento nervioso, como si después del impacto inicial la vida resplandeciera en
otra dimensión.
La frontera entre la vida y la muerte se confundía y desdibujaba. Se
apoderaba de ella la temeridad de los suicidas. Nunca imaginó existiera tanta
libertad, tanta potestad hacia el mundo.
Todo había sucedido imperceptiblemente. Miguel se fue adueñando de su vida,
en pequeñas y sutiles cantidades. Sara, ciega de pasión, lo dejaba hacer sin
advertir que aquel calculador trabajaba para posesionarse de ella, de sus
actos, de su voluntad. Desde los desnudos cargados de sensualidad y erotismo
que Miguel le tomó en el clímax de un tormentoso y feliz romance, hasta las
confesiones apócrifas que le obligó a grabar con el pretexto de las clases de
actuación. Sara entregaba todo, como toda enamorada abierta, sin prejuicios.
Nunca imaginó que Miguel las utilizaría en su contra: no le interesaba el amor,
su principal arma era la posesión y el poder. Se requería demasiado sacrificio
para mantener vivo el amor de una mujer como Sara: constantes galanteos,
detalles elocuentes. La deposición eventual del egoísmo con el fin de complacer
a la amada no era para Miguel, acostumbrado a obtener las cosas fácil, sin esfuerzo.
Cuando terminó de reunir los elementos necesarios para sus propósitos, desechó
la para él fastidiosa cortesía y falsa caballerosidad. Hiciera lo que hiciera
su novia estaba en sus manos.
De pronto Sara se dio cuenta que ya no se sentía bien con él, que la
inconmensurable y repentina mezquindad de aquel hombre atizaba sus pequeñas
mezquindades y defectos. Lo percibió vulgar con sus jeans ajustados, con su
camisa desabrochada en la parte superior, mostrando un pecho sembrado de
vellos, al estilo Elvis Presley; con sus modales fanfarrones y jactanciosos al expresarse, y sus aires
de superioridad y galantería espuria. Miguel también la había criticado, alguna
vez le dijo que era cobarde y sin decisiones, y muy desordenada, pues de pronto
todo lo mantenía fuera de su lugar. En parte era cierto, aunque también advertía que, con frecuencia, intentaba hacerla sentir inferior. Empezaba
a odiarlo y autodiarse destructivamente. Debía huir antes de volverse loca. Lo
intentó por todos los medios, pero Miguel la amenazó con la exhibición de los
desnudos, con anunciar a la gente que aquella prestigiada bióloga era capaz de
tales bajezas como las de la grabación. Circularían por Youtube y por todas las redes sociales. Sara llegó al colmo de la angustia.
Quiso persuadirlo de mil maneras, apoderarse de las fotos, pero el poder de
Miguel era ilimitado. No podía más...
Se sorprendía de no haber adivinado antes la verdadera naturaleza de
Miguel. O si la había visto fue a través del oleaje tórrido de su pasión. El
Miguel real siempre estuvo ahí y, a medida que los vapores arrulladores y
excitantes se fueron disipando, esa realidad quedaba más a la vista, hasta
abarcar la superficie. Algo en él provocaba a Sara vergüenza ajena: era
autoritario y se dirigía a los demás con desplantes agrios de prepotencia. Sin
embargo, era necesario hacérselo notar. Nadie le ha hecho ver sus errores, se
decía ingenuamente, con amor podrá ir cambiando. El amor daba esperanzas a Sara, esperanzas
que sabía, en el fondo, con pocas probabilidades de realización. Recurría al
autoengaño, pues con ella no actuaba así; la hacía vibrar con las canciones que
le componía y le cantaba, con los ramos de rosas que le obsequiaba,
espontáneamente.
Miguel desdeñaba con ostentación todo lo que significara verdadera
creatividad: el arte, la literatura, y la ciencia no le interesaban por carecer
de un fin práctico, de algo que le sirviera materialmente para su bienestar
personal. Llenaba su vida viendo películas de acción, de efectos especiales,
componiendo cancioncillas de letra fácil y acordes obsoletos, y consintiendo a
su coche de lujo con un mantenimiento esmerado y cuidados de hijo único. Era
formalmente católico. Sara no lo reconocía en su puntualidad para asistir a
misa y cuando, delante de una iglesia, se persignaba. Y de pronto se descubría
sintiendo un rechazo episódico ante un ser tan elemental que, sin embargo, en
raros momentos, se llenaba de una grandeza que no le pertenecía, que tomaba de
la potencia de aquella unión y de la falsa e incomprensible creencia de su
propia superioridad (un artilugio para compensar complejos de inferioridad
inconscientes) Sara se llegó a sorprender de lo interesante que puede parecer
un hombre mediocre que, no obstante, se siente por encima de los demás. Después las fotos, las clases de
actuación...
Una felicidad sombría la ofuscaba. Algo nuevo, hermoso y maligno, nacía en
su interior como un ente de invicta fuerza. Parecía otra, pero no, era ella
misma en la máxima potencialidad de sus facultades. Sabía que desde
ahora todo cambiaría, que su vida se adueñaría de un arcano revitalizador de
sorpresas.
Tomó la carretera vieja a Cuernavaca. Pisaba el acelerador y casi sentía
que la camioneta se deslizaba sola. ¡Al fin dueña de sí! Atrás el bulto saltaba. Cada golpe se hacía más enérgico, más violento,
seco, acusador, recordando a Sara la urgencia de librarse de aquella carga. Pues todavía tenía que terminar de limpiar terreno al regresar.
Empezaba a oscurecer. Lo mejor sería detenerse en una posada, descansar,
comer, beber agua, y continuar ya entrada la noche. Pero no, si no desechaba
rápido el bulto, en contacto con la gente su inconmovible energía la podía
delatar en algún temblor, en cualquier tartamudeo o sonrojo. Después de tirar
aquello jamás la traicionarían los nervios subyugados. No había hecho nada malo
al librarse de esa forma de Miguel, ahora estaba convencida de eso. Sólo había salvado
su honor y su prestigio, su dignidad como mujer y la vida misma. Estaba por
completo despersonalizada por el maltrato sicológico, en
manos de un barbaján que había robado su vida, de un verdadero sicópata llegó a
pensar. Se armó de valor, con mucho trabajo, para decidirse a agarrar el
cuchillo mientras él dormía. Actuó como sonámbula, empujada por una fuerza superior.
Ahora su floreciente fuerza era un estímulo a
seguir, sin detenerse, sin rumbo, hasta llegar a algún despeñadero donde el fardo pudiera volar sin testigos y reventar en los miasmas de su
propia podredumbre.
Planeaba su nueva vida. Nunca más se sentiría atraída por un hombre con
características semejantes a las de Miguel. No se dejaría llevar por su
excesiva necesidad de amor y sus carencias, y para eso tendría que dedicarse a
su plena realización como mujer y ser humano. Después de aquella mala
experiencia sería más objetiva y reservada. Habría que conducirse con tiento,
rastreando terreno antes de involucrarse sentimentalmente.
De pronto se empezó a poner nerviosa. La ocasión idónea no se presentaba y el poder deshacerse del bulto se le estaba complicando. El inmenso agotamiento estaba velado por la adrenalina que aún circulaba en su cuerpo. Respiró profundo para recuperar su aplomo. Tendría que esperar, estacionada en algún lugar, a que llegara la madrugada. Lo hizo y continuó el viaje a las 12 de la noche.
Serían la una de la mañana cuando a Sara la deslumbró una luz insoportable
que le cayó encima como un sol atronador de cristales rotos. Después de oír las ambulancias no supo más.