La pérdida
CUANDO ME DESVESTÍ para bañarme,
no lo podía creer. Algo me faltaba y mis nervios se
tensaron en notas de confusión. De momento no supe de qué se trataba, pero tenía que averiguarlo cuanto antes. Llena de ansiedad comencé a recorrer las partes de mi cuerpo: cinco dedos en cada
mano y en cada pie, ojos, nariz, piernas, brazos. Me miré en el espejo: senos,
pubis, todo en su lugar. Sin embargo, aún la sensación de pérdida me agobiaba.
Entonces me fijé con más detalle,
repasando meticulosamente cada centímetro de mi piel y... por fin lo descubrí.
Mi vientre estaba más liso que de costumbre. El hoyito reluciente y coqueto se
había borrado sin dejar huella. ¿¡Qué pasaría con mi ombligo!? exclamé con
trabajo, a media voz. ¡Mi ombligo! ¡Mi ombligo! ¡No puede ser! ¿cómo voy a
vivir así?
Perdí el hambre, el sueño huyó de
mi almohada. Mi querido ombligo había desaparecido lo cual significaba un
insalvable problema, pues llevaba dos meses trabajando como bailarina en un
centro nocturno y, por supuesto, la danza del vientre era la principal
atracción ¡Qué iba a ser!
No quise hablar del asunto con
nadie. En el trabajo me reporté enferma de neumonía y conseguí, con escabrosas
artimañas, una receta médica que una amiga doctora, a la cual no veía hace
tiempo, después de pensarlo mucho me entregó con algo de extrañeza y mucha
desconfianza.
Era desesperante, pero mi ombligo
no debía andar lejos, de seguro en algún rincón de mi propia casa. Busqué
afanosamente, en los huequitos más recónditos, en los cajones más inaccesibles,
en los resquicios olvidados, hasta que perdí la fe.
Sólo faltaban diez días para que
se venciera la incapacidad. Pronto debía idear algo y lo mejor que pensé fue
pintarme uno, lo más parecido que se pudiera al original. Necesitaba un modelo
y ahí empezó el obstáculo. Soslayando las miradas burlonas y llenas de sospechas
de la voceadora, las cuales me colocaron por un instante en el centro de una
desamparada intemporalidad que le brindaron la satisfacción de instalarse, un
par de segundos, por encima de mí, compré varias revistas Play boy, y una Play
girl, pero me decepcioné al comprobar que en todas ellas los ombligos eran lo
que menos se destaca. No tenía otro remedio que realizar un viaje relámpago a
la playa y, sin titubear, me fui a Acapulco en el primer vuelo que conseguí.
Muchos ombligos pasaban a mi
lado, pero tan fugaces que no alcanzaba a captar alguno con detalle. Hasta que
vislumbré a un grupo de muchachas que tomaban el sol con ese abandono
hedonista, propio de la ficticia despreocupación que otorga el contacto con el
mar, donde el tiempo parece suspendido en un suave viento que descansa
apaciblemente sobre las olas. Me acerqué con la mayor naturalidad posible y me
tendí muy cerca de ellas, aparentando incontenibles deseos de que la mano del
sol acariciara sin prisa los contornos de mi piel y, con el mayor disimulo,
observé los ombligos mientras mi mano se deslizaba con suavidad sobre un trozo
de cartulina. Por desgracia, no pude ponerme el bikini. Traía un traje de baño completo, algo incómodo.
Hice varios bocetos y después
escogí el mejor que perfeccioné con esa habilidad innata que desde niña mis
padres me habían descubierto para el dibujo y que, por desgracia, por falta de
voluntad y disciplina, nunca llegué a desarrollar.
Regresé de inmediato a la ciudad.
No me fue difícil trasladar la figura a mi abdomen, pero... se veía tan
artificial. Sin embargo, desde una distancia prudente nadie notaría la farsa,
pues en lo que la gente menos se fija es precisamente en el ombligo. Todos los días tendría que retocarlo con tinta indeleble.
Me presenté a trabajar y, en
apariencia, todo transcurrió dentro de los parámetros normales, hasta que un
día advertí que Gladis, una de mis compañeras más punzantes y destructivas,
poseedora de una implacable e insaciable envidia y un velado complejo de
inferioridad que sin excepciones inyectaba su ponzoña al menor estímulo, se
fijaba en mi vientre con insistencia. Yo me hacía la desentendida y empezaba a
moverme con cualquier pretexto, para no darle ocasión de comprobar su sospecha,
pero no podía estarme cuidando de ella en cada minuto y, de pronto, se desató
el rumor: mi ombligo era postizo. Todas las chicas me empezaron a mirar con
mezcla de burla y desconfianza. Perdí la tranquilidad y lo incómodo de mi
situación alentaba síntomas de abatimiento.
No podía estar a gusto y me volví
insegura. Sudaba en los momentos pre escénicos cuando las bailarinas
esperábamos nuestro turno en los pasillos. Me tapaba el ombligo con cualquier
excusa y no puedo explicar mi desolación, mi vergüenza, cuando mis compañeras
me sujetaron, entre todas, cerca del camerino, y me metieron a empujones para
observar de cerca mi vientre que ya me resultó imposible esconder.
Gladis blandió una lámpara de mano
que traía lista para sus malintencionados propósitos. Me vaciaron aceite de
bebé, alcohol, hasta que mi ombligo se borró ante sus ojos primero atónitos y
después sarcásticos. Me defendí alegando justificadamente que los senos de
Olivia eran de silicón, las nalgas de Patricia y Emma viles y vulgares
implantes, y que Gladis estaba reconstruida por completo y junto a tales
horrores el pobre dibujo sobre mi cintura resultaba trivial. No se dieron por
aludidas, como si sus postizas modificaciones corporales estuviesen dentro de
lo normal, y mi carencia de ombligo fuera algo infrahumano.
Me deprimí tanto que otra vez
tuve que reportarme enferma, pues un llanto convulsivo me apresó por siete días
y siete noches, después de los cuales me sentí recuperada y aquella pérdida
empezaba a perder importancia.
Abandoné ese trabajo, ahora
me daba cuenta que no me satisfacía, y decidí buscar un empleo más acorde con
mi personalidad. Un día mi hermana me telefoneó; el sábado por la tarde habría
reunión familiar y mi asistencia era importante. Fue un descanso reunirme con
los que en verdad quiero y olvidarme de aquella mala experiencia que desde
entonces ya no quise recordar.
Al principio éramos una mezcla
confusa que, sin distinción, intercambiaba impresiones y comentarios. Después
de un par de horas, los grupos se disociaron conforme a intereses propios de
cada sexo y edad. Las mujeres hablábamos de alimentación, cocina, hombres.
Ellos chanceaban y bebían cervezas en el jardín, y los niños jugaban a las
canicas.
Cuando salí por una cerveza
observé a los niños. Echaban las bolitas en un hoyito bien hecho sobre un trozo
de tierra despejada de césped. Los contemplé por un rato, tomando mi cerveza,
mientras ese hoyito se me iba haciendo cada vez más familiar. Sí, ese agujerito
era mi ombligo, ¡mi ombligo! ¿Qué estaba haciendo ahí? Lo reclamé ante el azoro
de todos, recriminando a mi sobrino Pepe, con verdadera alteración, que lo
hubiera tomado sin mi permiso; pues de pronto recordé que él y su mamá me
habían visitado la víspera de su desaparición. Me lo encontré en el baño, tía,
me contestó mortificado y resentido, me pareció perfecto para jugar a las
canicas. Nunca imaginé que... No le permití concluir. Recogí mi ombligo, lo
eché a la bolsa, y me despedí de todos cuya expresión había virado hacia signos
inequívocos de incredulidad y sorpresa.
Una tía me acompañó a la puerta.
Celebraba mi sentido del humor. Abordé mi auto y, antes de arrancar, salió mi
parentela para desearme buena suerte.
Mi corazón
A MI PRIMER NOVIO LE ENTREGUÉ MI
CORAZÓN, limpio, deslumbrante como un estero de luz. Él lo aceptó contentísimo.
La emoción pintó en su rostro brochazos destellantes de vitalidad. Lo tomó con
delicadeza y lo guardó en un estuche de terciopelo. Y, aunque ya sin corazón,
me sentía muy contenta de que Hildebrando lo tuviera en su casa, cuidándolo
como un tesoro, hasta el punto de que, en ocasiones, me costaba mucho trabajo
localizarlo porque siempre estaba embebido en su contemplación.
Después de un mes ya me había
arrepentido de habérselo dado. Me puse muy celosa porque le gustaba estar más
con mi corazón que conmigo. Y fue tanto su amor por él, que se puso demacrado y
flaco pues no comía ni dormía por estar a su lado. Un día su mamá descubrió el
estuche y me habló por teléfono para que fuera por él. Y, aunque perdí a Hildebrando,
me sentí mucho mejor de haber recuperado mi corazón.
Un buen tiempo duró en su sitio,
desbocándose en sus latidos que mis emociones y sentimientos le provocaban,
estremeciéndose ante las penalidades y desencantos de la vida, hasta que conocí
a Teadoro y me deslumbró su andar principesco cuando atravesaba las calles.
Quise dárselo, pero recordé lo perdida que me sentí cuando Hildebrando lo tuvo.
Es mejor conservar los cinco sentidos que da el corazón en su sitio, pensé.
Pero ese caminar de Teadoro me cautivaba tanto que, por fin, se lo entregué.
Teadoro no era amoroso como
Hildebrando y tenía una sensibilidad tan infantil que le gustaba jugar con todo
lo que caía en sus manos. No respetaba nada ni a nadie, y al poco tiempo mi
pobre corazón estaba tan estropeado que no lo reconocí. Teadoro exhibía su
destreza malabar con él y, como decía que era muy blandito, varias veces sirvió
de almohada a sus sueños fatuos de fama y posesiones materiales. Está de más
decir lo que yo sufría. Temí que cuando todo terminara con Teadoro me quedaría
sin corazón. Se lo pedí antes que sucediera esa inminente catástrofe, lloré,
supliqué hasta la desesperación que no lo hiriera y maltratase más, que me lo
regresara aunque estuviese deteriorado. Pero él se envanecía cada vez más ante
mis vehementes peticiones. Y en el extremo de su sadismo, casi lo destroza
delante de mí. Estuvo a punto de desangrarlo cuando se lo arrebaté y me fui
corriendo. Corrí hasta más no poder, llorando con mi corazón medio desecho
entre las manos.
Llegué a mi casa, le di una
friega de alcohol y con merthiolate y pomadas se fue recuperando. A los seis
meses ya había sanado, aunque las cicatrices parecían gusanillos inmóviles.
Desde esa vez decidí nunca más entregarlo a nadie, por lo menos no sin saber que
lo cuidarían como al suyo propio. Además pensé que era más sano para él
repartirse entre varios.
Después de dos años, al
recuperarse por completo, lo puse sobre una tabla y comencé una tarea
delicadísima. Corté varios pedacitos de amor palpitante y los repartí, en
tamaños desiguales, entre mi familia, un gato, un perro, y un niño desnutrido y
harapiento que pasaba todos los días por mi casa cantando y dando vueltas de
carro mientras comía hojas y flores para olvidar la tortura de su hambre. Al
principio los recibieron con mucho gusto, pero después de un tiempo mi papá lo
descuidó y el trocito de mi corazón se quemó en la parrilla. Mi mamá se
confundió y se lo dio al gato después de haberse trincado él el suyo. Mis
hermanos lo dejaron expuesto al sol y rápidamente se secó. El perro olvidó
donde lo había enterrado, y al niño anémico le sirvió de comida durante dos
días. Y yo me sentí más infeliz que nunca. Robotizada anduve por las calles
terrosas y humeantes de la ciudad. Desolada, deprimida y sin esperanzas hasta
que mis pasos se detuvieron con brusquedad al descubrir un letrero en una
esquina: Hacemos corazones a su medida y al ritmo de su temperamento. Entré
emocionada a aquella tienda. Hablé cinco minutos con el sicólogo y fueron
suficientes para que él supiera las medidas exactas de mi nuevo corazón. Me
dijeron que pasara por él en dos semanas.
Y ahora, después de traer uno
postizo, me doy cuenta que me queda chico y es mucho más duro que el original.
Pero ya no quiero seguir buscando, más vale uno defectuoso que nada. Y además,
así duro me sirve mejor. No se sale fácilmente de su sitio.
Perla
NO FUI FELIZ JUNTO A MI HERMANA.
Nunca me acostumbré a que las atenciones fueran sólo para ella. Mis papás y
toda la familia siempre la acariciaban y le daban regalos y a mí a veces ni me
veían. Y yo me quedaba con los brazos cruzados, reventando de coraje al
convencerme que no habría algún regalo para mí. Sólo de vez en cuando se
acordaban de mi existencia y me compraban algo, pero casi nunca. Por eso me
volví muy arisca y repleta de odio y envidia, como dijo mi mamá la otra vez. Lo
cierto es que yo sufría un montón, tanto, que llegué a pensar en la mejor
forma de desaparecer de este planeta. Bueno, pero eso ya fue hace mucho, porque
ahora ya no importa, ya nada importa...
Perla y yo nacimos el mismo día y
de la misma panza de mi mamá. La gente no podía creer que fuéramos hermanas y
además cuatas, pues decían que ella era tan preciosa como una perla y que a mí
no me debieron haber puesto Rosa, porque no tenía nada de rosa, sino Pancha o
Soledad. Eso le oí comentar a la vecina. Y lo peor del asunto era que, cuando
mi hermana y yo salíamos a la calle, ella siempre llamaba la atención con sus
cachetes rosados, con sus ojos así de grandotes como aceitunas frescas, y el
cabello rojizo que le caía en bucles hasta el hombro. Los niños se le quedaban
mirando como tontos, hasta Carlitos que era la atracción del barrio… cómo me
gustaba Carlitos. Su sonrisa ladeada, como acordándose de sus travesuras. Su
ceja levantada y los ojos risueños. Parecía que estaba muy contento con su
persona. Su cabello lacio era una luna negra de otoño. Pero nunca me
miraba.
Siempre lo mismo, siempre, desde
la mañana hasta la noche, todos los días, la atracción era Perla. Y cada vez me
daban más ganas de desbaratar con las uñas esa cara blanca y hermosa, pero
estúpida. Sí, porque en inteligencia no, no era la gran cosa, en inteligencia
yo era la mera mera. Rápido aprendí a robarme los dulces de la tienda y les
ganaba en los juegos a mis amigas. En la escuela todo me lo sabía. Tenía unas
ideas tan geniales que mucha gente decía que a mí me tocó la materia gris y a
mi hermana la belleza, pero, por lo visto, esto era lo que más les gustaba
porque siguieron admirándola nomás a ella. Y yo me sentía igual que chinche,
como si no valiera nada. Ya ni mi talento tuvo valor al lado de la hermosura de
mi hermana. Y pues, aunque la odiaba, empecé a acostumbrarme a mi suerte y a
tratar de aceptarme así como soy, una niña fea y, según mis papás, llena de
rencor y envidia.
Pero sucedió lo que siempre temí,
llegó la fecha de nuestros quince años. Por nada del mundo hubiera querido que
se hiciera una fiesta con baile y toda la cosa, y está de más decir por qué no
quería eso. Desde aquel día tuve ganas de matarla. Cada vez que me acordaba de
la fiesta y de la gente amontonada alrededor de Perla felicitándola, de
Carlitos y los muchachos peleandose por bailar con ella y yo, sentada en un
rincón, como si no existiera, sintiendo que mi corazón se despellejaba poco a poco,
y que algo me ardía por dentro igual que si hubiera tragado ácido, me daban
unas ganas locas de ahorcarla. Sobre todo cuando Carlitos y ella se quedaron
juntos, hasta el final, contemplándose con ojos brillantes, como si el mundo se
hubiera derretido. Y Perla agitando los bucles y contoneándose con modales
empalagosos de estrella de cine. A partir de ese día me puse a pensar en la
mejor manera de deshacerme de ella. Ideé muchas formas, pero en todas había
peligro de que me descubrieran, si no desde el principio, al investigar
acabarían por saber que yo era la asesina, aunque, la verdad, no me importaba,
ya ni eso me importaba. Y la hubiera matado con un fierrazo en la nuca si Marcela, mi única amiga, no me hubiera platicado de la bruja de la vecindad
de enfrente. Me dijo que esa hechicera me podría solucionar el problema, que
fuera con ella. Y así lo hice, rápido fui con la bruja esa. Al contarle lo que
sucedía y mis propósitos, luego luego sacó de una caja vieja unos polvitos
verdes. Me dijo que los espolvoreara tantito una vez al día en la comida de
Perla y que todo se iba a arreglar.
Ese mismo día empecé con la
receta. Eché de los polvitos a su consomé, pero pasó una semana y yo no veía
nada raro en mi hermana, hasta llegué a pensar que la dizque bruja esa era una
charlatana, una estafadora.
Después de dos semanas noté que
Perla, siempre más alta que yo, me llegaba a las cejas. Lo primerito que pensé
fue que yo había crecido, pero no, me medí y seguía igual. Me dije que a lo
mejor era el efecto de los polvos.
Al mes mis papás se dieron cuenta
que mi hermana se estaba achicando y se la llevaron asustados al doctor, a
muchos doctores. Le recetaron muchísimas medicinas. Le hicieron análisis y
nada, Perla seguía achaparrándose. A los cuatro meses ya me llegaba a la
cintura y mis papás lloraban y lloraban. A mí no me daba tristeza, pues que me
había de dar tristeza si ni me querían.
Y las lágrimas que derramaban los
ojotes aterrorizados de Perla, como lluvia picante sobre su cara, eran lo mejor
de la película, sólo que, mientras más chiquita se hacía, esa cochina hermosura
se hinchaba más.
A los dos años ya me llegaba a
los talones y, aún así, las atenciones seguían siendo para ella. Mi mamá le
mandó a hacer unos vestiditos y unos huaraches como para un ratón. A veces yo
me burlaba, pero la burla se me atragantaba al darme cuenta que, aunque del
tamaño de un conejito, su ropa era mucho más bonita que la mía. También le
compró unos trastecitos de juguete donde le servía a Perla, siempre a su gusto.
Y esa belleza continuaba allí, insultándome a diario, restregándose en mi cara
como zacate enchilado.
Ahora tengo que limpiar bien esta
cochina sangre de mi zapato, para que cuando mis papás lleguen, crean que la
perla se perdió.