Qué vértigos de nubes
me amenazan,
qué
sueños profundos
pasan
por la almohada.
Eres
humo, aire
comprimido,
canto
que
se extingue.
La
noche es inmensa,
como
el último eslabón
de
mi destino.
Tejo
y destejo
las
horas de los muertos.
Rompo
un corazón
de
roca negra.
Cuánta
soledad
en
tu mirada,
cuánto
vacío,
cuánta
perpetuidad
a
cuestas.
Qué
a deshoras
vine
a encontrarme,
qué
a tiempo
me
descubres.
Mírame.
Con la solidez
de
mis plegarias
amanezco.
Me
despliego
y
sólo queda ese astro,
esa
quietud
explosiva.
El
ojo del sol
parpadea
en
la montaña.
Contemplo mi pierna
poco
a poco se transforma
en
otra pierna.
Veo
mis manos, y de pronto
no
me perteneces.
Son
medusas perdidas,
despeñados
pétalos.
Son
como mi rostro,
tan
ajeno y tan mío
multiplicado
en prismas
que
se encadenan, se aman,
se
destruyen.
Simetrías
rotas,
corpúsculos
de
imágenes.
La tormenta está en la mente,
el fantasma, el sonsonete.
Sólo se escapa con la muerte.
Acostumbrada a la fugacidad
como río de luciérnagas
viajo
sin destino.
Traigo
una taza de chocolate,
un
estimulante de amor
y
de ilusiones,
una
olla repleta
de
claridades,
un
camino seguro…
Como
ladrona
llego
a mi esencia
y
la doy al mundo.
La
reparto por igual
a
los que callan,
a
la mano que quiere
atrapar
y
todo se le esfuma.
Me
miro en los ojos de los demás.
Me
miro como me miran
ellos.
No soy yo, todos, distinta.
Pesada,
como el plomo,
arrastro
mis años
como
un reo.
Los
cargo
sobre
mi espalda y camino
hasta
el final
con
el saco roto
amarrada
a
mi muerte.
(De mis primeros poemas)
(De mis primeros poemas)
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