¡Bienvenid@s! En este espacio iré publicando muestras de mi obra literaria, con ilustraciones de obra plástica de Raúl Tame.
domingo, 17 de julio de 2016
Arte visual de Raúl Tame
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Raúl Tame
sábado, 9 de julio de 2016
Tres cuentos
La pérdida
CUANDO ME DESVESTÍ para bañarme, no lo podía creer. Algo me faltaba y mis nervios se tensaron como cuerdas de violín. De momento no supe de qué se trataba, pero tenía que averiguarlo cuanto antes. Llena de ansiedad comencé a recorrer las partes de mi cuerpo: cinco dedos en cada mano y en cada pie, ojos, nariz, piernas, brazos. Me miré en el espejo: senos, pubis, todo en su lugar. Sin embargo, aún la sensación de pérdida me agobiaba.
Entonces me fijé con más detalle, repasando meticulosamente cada centímetro de mi piel y... por fin lo descubrí. Mi vientre estaba más liso que de costumbre. El hoyito reluciente y coqueto se había borrado sin dejar huella. ¿¡Qué pasaría con mi ombligo!? exclamé con trabajo, a media voz. ¡Mi ombliggo, mi ombligo! ¡No puede ser! ¿cómo voy a vivir así?
Perdí el hambre, el sueño huyó de mi almohada. Mi querido ombligo había desaparecido lo cual significaba un insalvable problema, pues llevaba dos meses trabajando como bailarina en un centro nocturno y, por supuesto, la danza del vientre era la principal atracción ¡Qué iba a hacer!
No quise hablar del asunto con nadie. En el trabajo me reporté enferma de neumonía y conseguí, con escabrosas artimañas, una receta médica que una amiga doctora, a la cual no veía hace tiempo, después de pensarlo mucho me entregó con algo de extrañeza y mucha desconfianza.
Era desesperante, pero mi ombligo no debía andar lejos, de seguro en algún rincón de mi propia casa. Busqué afanosamente, en los huequitos más recónditos, en los cajones más inaccesibles, en los resquicios olvidados, hasta que perdí la fe.
Sólo faltaban diez días para que se venciera la incapacidad. Pronto debía idear algo y lo mejor que pensé fue pintarme uno, lo más parecido que se pudiera al original. Necesitaba un modelo y ahí empezó el obstáculo. Soslayando las miradas burlonas y llenas de sospechas de la voceadora, las cuales me colocaron por un instante en el centro de una desamparada intemporalidad que le brindaron la satisfacción de instalarse, un par de segundos, por encima de mí, compré varias revistas Play boy, y una Play girl, pero me decepcioné al comprobar que en todas ellas los ombligos eran lo que menos se destaca. No tenía otro remedio que realizar un viaje relámpago a la playa y, sin titubear, me fui a Acapulco en el primer vuelo que conseguí.
Muchos ombligos pasaban a mi lado, pero tan fugaces que no alcanzaba a captar alguno con detalle. Hasta que vislumbré a un grupo de muchachas que tomaban el sol con ese abandono hedonista, propio de la ficticia despreocupación que otorga el contacto con el mar, donde el tiempo parece suspendido en un suave viento que descansa apaciblemente sobre las olas. Me acerqué con la mayor naturalidad posible y me tendí muy cerca de ellas, aparentando incontenibles deseos de que la mano del sol acariciara sin prisa los contornos de mi piel y, con el mayor disimulo, observé los ombligos mientras mi mano se deslizaba con suavidad sobre un trozo de cartulina. Por desgracia, no pude ponerme el bikini. Traía un traje de baño completo, algo incómodo.
Hice varios bocetos y después escogí el mejor que perfeccioné con esa habilidad innata que desde niña mis padres me habían descubierto para el dibujo y que, por desgracia, por falta de voluntad y disciplina, nunca llegué a desarrollar.
Regresé de inmediato a la ciudad. No me fue difícil trasladar la figura a mi abdomen, pero... se veía tan artificial. Sin embargo, desde una distancia prudente nadie notaría la farsa, pues en lo que la gente menos se fija es precisamente en el ombligo. Todos los días tendría que retocarlo con tinta indeleble.
Me presenté a trabajar y, en apariencia, todo transcurrió dentro de los parámetros normales, hasta que un día advertí que Gladis, una de mis compañeras más punzantes y destructivas, poseedora de una implacable e insaciable envidia y un velado complejo de inferioridad que sin excepciones inyectaba su ponzoña al menor estímulo, se fijaba en mi vientre con insistencia. Yo me hacía la desentendida y empezaba a moverme con cualquier pretexto, para no darle ocasión de comprobar su sospecha, pero no podía estarme cuidando de ella en cada minuto y, de pronto, se desató el rumor: mi ombligo era postizo.
Todas las chicas me empezaron a mirar con mezcla de burla y desconfianza. Perdí la tranquilidad y lo incómodo de mi situación alentaba síntomas de abatimiento.
Todas las chicas me empezaron a mirar con mezcla de burla y desconfianza. Perdí la tranquilidad y lo incómodo de mi situación alentaba síntomas de abatimiento.
No podía estar a gusto y me volví insegura. Sudaba en los momentos pre escénicos cuando las bailarinas esperábamos nuestro turno en los pasillos. Me tapaba el ombligo con cualquier excusa y no puedo explicar mi desolación, mi vergüenza, cuando mis compañeras me sujetaron, entre todas, cerca del camerino, y me metieron a empujones para observar de cerca mi vientre que ya me resultó imposible esconder.
Gladis blandió una lámpara de mano que traía lista para sus malintencionados propósitos. Me vaciaron aceite de bebé, alcohol, hasta que mi ombligo se borró ante sus ojos primero atónitos y después sarcásticos. Me defendí alegando justificadamente que los senos de Olivia eran de silicón, las nalgas de Patricia y Emma viles y vulgares implantes, y que Gladis estaba reconstruida por completo y junto a tales horrores el pobre dibujo sobre mi cintura resultaba trivial. No se dieron por aludidas, como si sus postizas modificaciones corporales estuviesen dentro de lo normal, y mi carencia de ombligo fuera algo infrahumano.
Me deprimí tanto que otra vez tuve que reportarme enferma, pues un llanto convulsivo me apresó por siete días y siete noches, después de los cuales me sentí recuperada y aquella pérdida empezaba a perder importancia.
Abandoné ese trabajo, ahora me daba cuenta que no me satisfacía, y decidí buscar un empleo más acorde con mi personalidad. Un día mi hermana me telefoneó; el sábado por la tarde habría reunión familiar y mi asistencia era importante. Fue un descanso reunirme con los que en verdad quiero y olvidarme de aquella mala experiencia que desde entonces ya no quise recordar.
Al principio éramos una mezcla confusa que, sin distinción, intercambiaba impresiones y comentarios. Después de un par de horas, los grupos se disociaron conforme a intereses propios de cada sexo y edad. Las mujeres hablábamos de alimentación, cocina, hombres. Ellos chanceaban y bebían cervezas en el jardín, y los niños jugaban a las canicas.
Cuando salí por una cerveza observé a los niños. Extrañamente habían dejado el celular, que no soltaban, y echaban bolitas en un hoyito bien hecho sobre un trozo de tierra despejada de césped. Los contemplé por un rato, tomando mi cerveza, mientras ese hoyito me iba pareciendo cada vez más familiar. Sí, ese agujerito era mi ombligo, ¡mi ombligo! ¿Qué estaba haciendo ahí? Lo reclamé ante el azoro de todos, recriminando a mi sobrino Pepe, con verdadera alteración, que lo hubiera tomado sin mi permiso; pues de pronto recordé que él y su mamá me habían visitado la víspera de su desaparición. Me lo encontré en el baño, tía, me contestó mortificado y resentido, me pareció perfecto para jugar a las canicas. Nunca imaginé que... No le permití concluir.
Recogí mi ombligo, lo eché a la bolsa, y me despedí de todos cuya expresión había virado hacia signos inequívocos de incredulidad y sorpresa.
Una tía me acompañó a la puerta. Celebraba mi sentido del humor. Abordé mi auto y, antes de arrancar, salió mi parentela para desearme buena suerte.
Mi corazón
A MI PRIMER NOVIO LE ENTREGUÉ MI
CORAZÓN, limpio, deslumbrante como un estero de luz. Él lo aceptó contentísimo.
La emoción pintó en su rostro brochazos destellantes de vitalidad. Lo tomó con
delicadeza y lo guardó en un estuche de terciopelo. Y, aunque ya sin corazón,
me sentía muy contenta de que Hildebrando lo tuviera en su casa, cuidándolo
como un tesoro, hasta el punto de que, en ocasiones, me costaba mucho trabajo
localizarlo porque siempre estaba embebido en su contemplación.
Después de un mes ya me había
arrepentido de habérselo dado. Me puse muy celosa porque le gustaba estar más
con mi corazón que conmigo. Y fue tanto su amor por él, que se puso demacrado y
flaco pues no comía ni dormía por estar a su lado. Un día su mamá descubrió el
estuche y me habló por teléfono para que fuera por él. Y, aunque perdí a Hildebrando,
me sentí mucho mejor de haber recuperado mi corazón.
Un buen tiempo duró en su sitio,
desbocándose en sus latidos que mis emociones y sentimientos le provocaban,
estremeciéndose ante las penalidades y desencantos de la vida, hasta que conocí
a Teadoro y me deslumbró su andar principesco cuando atravesaba las calles.
Quise dárselo, pero recordé lo perdida que me sentí cuando Hildebrando lo tuvo.
Es mejor conservar los cinco sentidos que da el corazón en su sitio, pensé.
Pero ese caminar de Teadoro me cautivaba tanto que, por fin, se lo entregué.
Teadoro no era amoroso como
Hildebrando y tenía una sensibilidad tan infantil que le gustaba jugar con todo
lo que caía en sus manos. No respetaba nada ni a nadie, y al poco tiempo mi
pobre corazón estaba tan estropeado que no lo reconocí. Teadoro exhibía su
destreza malabar con él y, como decía que era muy blandito, varias veces sirvió
de almohada a sus sueños fatuos de fama y posesiones materiales. Está de más
decir lo que yo sufría. Temí que cuando todo terminara con Teadoro me quedaría
sin corazón. Se lo pedí antes que sucediera esa inminente catástrofe, lloré,
supliqué hasta la desesperación que no lo hiriera y maltratase más, que me lo
regresara aunque estuviese deteriorado. Pero él se envanecía cada vez más ante
mis vehementes peticiones. Y en el extremo de su sadismo, casi lo destroza
delante de mí. Estuvo a punto de desangrarlo cuando se lo arrebaté y me fui
corriendo. Corrí hasta más no poder, llorando con mi corazón medio desecho
entre las manos.
Llegué a mi casa, le di una
friega de alcohol y con merthiolate y pomadas se fue recuperando. A los seis
meses ya había sanado, aunque las cicatrices parecían gusanillos inmóviles.
Desde esa vez decidí nunca más entregarlo a nadie, por lo menos no sin saber que
lo cuidarían como al suyo propio. Además pensé que era más sano para él
repartirse entre varios.
Después de dos años, al
recuperarse por completo, lo puse sobre una tabla y comencé una tarea
delicadísima. Corté varios pedacitos de amor palpitante y los repartí, en
tamaños desiguales, entre mi familia, un gato, un perro, y un niño desnutrido y
harapiento que pasaba todos los días por mi casa cantando y dando vueltas de
carro mientras comía hojas y flores para olvidar la tortura de su hambre. Al
principio los recibieron con mucho gusto, pero después de un tiempo mi papá lo
descuidó y el trocito de mi corazón se quemó en la parrilla. Mi mamá se
confundió y se lo dio al gato después de haberse trincado él el suyo. Mis
hermanos lo dejaron expuesto al sol y rápidamente se secó. El perro olvidó
donde lo había enterrado, y al niño anémico le sirvió de comida durante dos
días. Y yo me sentí más infeliz que nunca. Robotizada anduve por las calles
terrosas y humeantes de la ciudad. Desolada, deprimida y sin esperanzas hasta
que mis pasos se detuvieron con brusquedad al descubrir un letrero en una
esquina: Hacemos corazones a su medida y al ritmo de su temperamento. Entré
emocionada a aquella tienda. Hablé cinco minutos con el sicólogo y fueron
suficientes para que él supiera las medidas exactas de mi nuevo corazón. Me
dijeron que pasara por él en dos semanas.
Y ahora, después de traer uno
postizo, me doy cuenta que me queda chico y es mucho más duro que el original.
Pero ya no quiero seguir buscando, más vale uno defectuoso que nada. Y además,
así duro me sirve mejor. No se sale fácilmente de su sitio.
Perla
NO FUI FELIZ JUNTO A MI HERMANA.
Nunca me acostumbré a que las atenciones fueran sólo para ella. Mis papás y
toda la familia siempre la acariciaban y le daban regalos y a mí a veces ni me
veían. Y yo me quedaba con los brazos cruzados, reventando de coraje al
convencerme que no habría algún regalo para mí. Sólo de vez en cuando se
acordaban de mi existencia y me compraban algo, pero casi nunca. Por eso me
volví muy arisca y repleta de odio y envidia, como dijo mi mamá la otra vez. Lo
cierto es que yo sufría un montón, tanto, que llegué a pensar en la mejor
forma de desaparecer de este planeta. Bueno, pero eso ya fue hace mucho, porque
ahora ya no importa, ya nada importa...
Perla y yo nacimos el mismo día y
de la misma panza de mi mamá. La gente no podía creer que fuéramos hermanas y
además cuatas, pues decían que ella era tan preciosa como una perla y que a mí
no me debieron haber puesto Rosa, porque no tenía nada de rosa, sino Pancha o
Soledad. Eso le oí comentar a la vecina. Y lo peor del asunto era que, cuando
mi hermana y yo salíamos a la calle, ella siempre llamaba la atención con sus
cachetes rosados, con sus ojos así de grandotes como aceitunas frescas, y el
cabello rojizo que le caía en bucles hasta el hombro. Los niños se le quedaban
mirando como tontos, hasta Carlitos que era la atracción del barrio… cómo me
gustaba Carlitos. Su sonrisa ladeada, como acordándose de sus travesuras. Su
ceja levantada y los ojos risueños. Parecía que estaba muy contento con su
persona. Su cabello lacio era una luna negra de otoño. Pero nunca me
miraba.
Siempre lo mismo, siempre, desde
la mañana hasta la noche, todos los días, la atracción era Perla. Y cada vez me
daban más ganas de desbaratar con las uñas esa cara blanca y hermosa, pero
estúpida. Sí, porque en inteligencia no, no era la gran cosa, en inteligencia
yo era la mera mera. Rápido aprendí a robarme los dulces de la tienda y les
ganaba en los juegos a mis amigas. En la escuela todo me lo sabía. Tenía unas
ideas tan geniales que mucha gente decía que a mí me tocó la materia gris y a
mi hermana la belleza, pero, por lo visto, esto era lo que más les gustaba
porque siguieron admirándola nomás a ella. Y yo me sentía igual que chinche,
como si no valiera nada. Ya ni mi talento tuvo valor al lado de la hermosura de
mi hermana. Y pues, aunque la odiaba, empecé a acostumbrarme a mi suerte y a
tratar de aceptarme así como soy, una niña fea y, según mis papás, llena de
rencor y envidia.
Pero sucedió lo que siempre temí,
llegó la fecha de nuestros quince años. Por nada del mundo hubiera querido que
se hiciera una fiesta con baile y toda la cosa, y está de más decir por qué no
quería eso. Desde aquel día tuve ganas de matarla. Cada vez que me acordaba de
la fiesta y de la gente amontonada alrededor de Perla felicitándola, de
Carlitos y los muchachos peleandose por bailar con ella y yo, sentada en un
rincón, como si no existiera, sintiendo que mi corazón se despellejaba poco a poco,
y que algo me ardía por dentro igual que si hubiera tragado ácido, me daban
unas ganas locas de ahorcarla. Sobre todo cuando Carlitos y ella se quedaron
juntos, hasta el final, contemplándose con ojos brillantes, como si el mundo se
hubiera derretido. Y Perla agitando los bucles y contoneándose con modales
empalagosos de estrella de cine. A partir de ese día me puse a pensar en la
mejor manera de deshacerme de ella. Ideé muchas formas, pero en todas había
peligro de que me descubrieran, si no desde el principio, al investigar
acabarían por saber que yo era la asesina, aunque, la verdad, no me importaba,
ya ni eso me importaba. Y la hubiera matado con un fierrazo en la nuca si Marcela, mi única amiga, no me hubiera platicado de la bruja de la vecindad
de enfrente. Me dijo que esa hechicera me podría solucionar el problema, que
fuera con ella. Y así lo hice, rápido fui con la bruja esa. Al contarle lo que
sucedía y mis propósitos, luego luego sacó de una caja vieja unos polvitos
verdes. Me dijo que los espolvoreara tantito una vez al día en la comida de
Perla y que todo se iba a arreglar.
Ese mismo día empecé con la
receta. Eché de los polvitos a su consomé, pero pasó una semana y yo no veía
nada raro en mi hermana, hasta llegué a pensar que la dizque bruja esa era una
charlatana, una estafadora.
Después de dos semanas noté que
Perla, siempre más alta que yo, me llegaba a las cejas. Lo primerito que pensé
fue que yo había crecido, pero no, me medí y seguía igual. Me dije que a lo
mejor era el efecto de los polvos.
Al mes mis papás se dieron cuenta
que mi hermana se estaba achicando y se la llevaron asustados al doctor, a
muchos doctores. Le recetaron muchísimas medicinas. Le hicieron análisis y
nada, Perla seguía achaparrándose. A los cuatro meses ya me llegaba a la
cintura y mis papás lloraban y lloraban. A mí no me daba tristeza, pues que me
había de dar tristeza si ni me querían.
Y las lágrimas que derramaban los
ojotes aterrorizados de Perla, como lluvia picante sobre su cara, eran lo mejor
de la película, sólo que, mientras más chiquita se hacía, esa cochina hermosura
se hinchaba más.
A los dos años ya me llegaba a
los talones y, aún así, las atenciones seguían siendo para ella. Mi mamá le
mandó a hacer unos vestiditos y unos huaraches como para un ratón. A veces yo
me burlaba, pero la burla se me atragantaba al darme cuenta que, aunque del
tamaño de un conejito, su ropa era mucho más bonita que la mía. También le
compró unos trastecitos de juguete donde le servía a Perla, siempre a su gusto.
Y esa belleza continuaba allí, insultándome a diario, restregándose en mi cara
como zacate enchilado.
Ahora tengo que limpiar bien esta
cochina sangre de mi zapato, para que cuando mis papás lleguen, crean que la
perla se perdió.
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Rocío Tame
"Espejo del mundo" y más
He quedado ciega, muda,
paralizada
en
el bache
de
mis tropiezos.
Soy
el espejo
del
mundo
y
en el mundo
me
reflejo.
El
rostro más amado
nos
puede resultar
extraño.
Qué inútil me siento
aquí en mi alcoba,
mirando
esa flor de durazno
que
asoma por la ventana
y
el tráfico y el smog, y la vergüenza
de
aquel mendigo que brinda con el hambre
y la desesperanza.
Qué
voy a hacer con tanto hastío
que
me trago, con recuerdos que exprimen mi energía,
con
esta percepción desnuda
que
no soporta caras agrias.
Ya
me cansé de los libros
engañosos.
Qué
ilusorios mundos,
qué
bellezas,
qué
sabidurías
que
no enseñan
a
vivir
y a
salvar esta desgracia.
Mirar y callar.
Seguir
el camino bifurcado.
En
este día oscuro
todo
se comprime
en
silencios audibles.
Los
zapatos me lastiman,
mi
cabello se rebela,
la
sopa me sabe agria
y
el néctar de sus besos
se
fermenta.
Pero
¿a dónde ir?
¿Dónde
la ilusión florece
como
una copa de místico licor
que
embriaga
en copos
alados, rutilantes?
Ahora
todo me parece ajeno,
hasta
el gato que miro a todas horas.
Cuando
esta soledad me habla
yo
me callo.
Mi cuerpo se anuda, como cráter
se
agrieta.
La
inmovilidad quiero escuchar
de
una noche de pájaros etéreos,
de
un beso escondido
entre
las rocas.
Ahora
es tiempo de huir
del
murmullo flotante,
de
la ebullición de rosas
y
espinas.
Sólo
un cuarto borroso
y
un olor a medicina
enroscado
en los muebles.
Los
pensamientos ascienden
en
espirales, y regresan:
transfigurados
recuerdos.
Estoy
aquí, sobre la cama,
como
en el fondo
de
un elevador
que
no termina de bajar.
Delirio, fuego, escalofrío.
La
vida se ha pulverizado:
un
soplo que llega
hasta
el dolor de huesos.
La
pared, el médico,
la
quietud acechando
tras
la almohada.
(De mis primeros poemas)
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Rocío Tame
miércoles, 6 de julio de 2016
"Corazón de roca negra" y más
Qué vértigos de nubes
me amenazan,
qué
sueños profundos
pasan
por la almohada.
Eres
humo, aire
comprimido,
canto
que
se extingue.
La
noche es inmensa,
como
el último eslabón
de
mi destino.
Tejo
y destejo
las
horas de los muertos.
Rompo
un corazón
de
roca negra.
Cuánta
soledad
en
tu mirada,
cuánto
vacío,
cuánta
perpetuidad
a
cuestas.
Qué
a deshoras
vine
a encontrarme,
qué
a tiempo
me
descubres.
Mírame.
Con la solidez
de
mis plegarias
amanezco.
Me
despliego
y
sólo queda ese astro,
esa
quietud
explosiva.
El
ojo del sol
parpadea
en
la montaña.
Contemplo mi pierna
poco
a poco se transforma
en
otra pierna.
Veo
mis manos, y de pronto
no
me perteneces.
Son
medusas perdidas,
despeñados
pétalos.
Son
como mi rostro,
tan
ajeno y tan mío
multiplicado
en prismas
que
se encadenan, se aman,
se
destruyen.
Simetrías
rotas,
corpúsculos
de
imágenes.
La tormenta está en la mente,
el fantasma, el sonsonete.
Sólo se escapa con la muerte.
Acostumbrada a la fugacidad
como río de luciérnagas
viajo
sin destino.
Traigo
una taza de chocolate,
un
estimulante de amor
y
de ilusiones,
una
olla repleta
de
claridades,
un
camino seguro…
Como
ladrona
llego
a mi esencia
y
la doy al mundo.
La
reparto por igual
a
los que callan,
a
la mano que quiere
atrapar
y
todo se le esfuma.
Me
miro en los ojos de los demás.
Me
miro como me miran
ellos.
No soy yo, todos, distinta.
Pesada,
como el plomo,
arrastro
mis años
como
un reo.
Los
cargo
sobre
mi espalda y camino
hasta
el final
con
el saco roto
amarrada
a
mi muerte.
(De mis primeros poemas)
(De mis primeros poemas)
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Rocío Tame
"Desdibujados ecos" y más
A veces miro todo
como un sueño.
como un sueño.
Fluyo,
me detengo.
Mi
mano toma forma:
es
metal maleable
pero
firme.
Ahora
no puedo decir
si
esto que me está pasando
en
verdad me pasa.
Mi
cerebro es un nudo
comprimido.
No entiendo
cómo
lo
que ayer amaba
lo
olvidé de pronto.
Me
deslizo como sombra,
un
eco prolongado
oigo.
Se
extingue.
Busco
la verdad
y escapa
de las manos
como
anfibio.
La
última verdad
que
respuesta a todo
tenga.
Mi
ser se tambalea
y
me siento espiga de agua.
No
entiendo aún de pérdidas,
brusco
adiós
entre
la noche.
Es
el juego de la vida.
La
sombrilla que se cierra
de
repente.
Regalos
de cristal
cortante.
Me
doy cuenta ahora
que
la vida
es
un puñal de oro.
De un recuerdo venidero
a la geometría me consagro.
Caricia
antigua
en
la piel de mi universo,
en
sus ebrias rotaciones
llega
al puente divisorio
que
me habita.
Colecciono
retazos de memorias
de
espejismos desdoblados
de
sed multiplicada
en
la quietud sin rostro
de
los sueños.
Laberinto
de dulzura,
a
la vuelta de su miel
se
amarga.
Cuántas
redondeces
vueltas
polvo.
Cuánto
candor
en
holocausto.
A
la hechura de los santos me asimilo
con
las manos empapadas
de
pecado.
Lento el caminar ciego hacia todas partes.
Parto de mí misma
viajera
sombra translúcida
polen
almidonado que
vuela
entre luz y polvo.
entre luz y polvo.
Cuánta
muralla.
Cuántos
ojos silenciosos
en
el corazón de
la noche.
Todo
anida en la memoria
como
pájaro sin viento,
se
agita, revienta
en
corolas de humo.
Allí
se construyen imágenes de la vida
Allí
florecen los recuerdos.
Los
sueños se visten
de
semilla fértil.
No
hay más.
(De mis primeros poemas)
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Rocío Tame
"Horas paralíticas" y más
Ronroneo de gato, sopor redondo.
¿Para
qué despertar siempre
con
una pesadez de aceite y nube?
La
misma gente, los mismos sitios
y
el devorarme yo sola
con
los dientes de una santa.
Quiero
meter la cabeza
en
la funda de la almohada
y
perderme y olvidarme.
Horas
paralíticas
se
consumen.
El
aire es puño manso.
Efluvios
de beleño me trasminan.
Nada puedo decir ahora
que
no esté dicho.
Sólo
un aletear
que
surca
el
cristal del cielo.
No
entiendo
que
el canto del gorrión
se
extinga
para
dejar paso al
aullido.
Recorro
las venas de los años, las
noches
de remotos parpadeos.
de remotos parpadeos.
En
el sitio de los muertos
me
demoro.
Me
hundo en su aposento frío,
en
una soledad
de
nieve y mármol.
Rasgo
la mortaja,
la
humedad nocturna
de
la piedra.
Mi
corazón se agrieta
y
soy estatua descollante
en
la penumbra, enterrada roca,
páramo,
herida.
El
eco
de
mi propio grito soy
un
palpitar de tierra
En este valle
de
metal y frío
a
solas con mis manos.
Una
flor de asfalto
corona
el horizonte
de
acústicas marañas.
Platico
con la sal de mi epidermis,
con
mi corazón
de
grieta y desamores
hablo.
Cajones
negros
de
la duda.
Cadenas
del olvido.
Bebo
un trago de nostalgia,
la
memoria de un adiós
anticipado,
el
cristal verdoso
de
una infancia
vieja.
Hablo
de la muerte,
del
primer dolor,
de
la angustia
de
tener a mis neuronas
fraccionadas
como
cóncavos
espejos.
Las
horas
enmohecidas
decapito
con
tajadas silenciosas.
Y
es como anudarse,
como
buscar a ciegas
el
centro vital de lo que vibra,
de
lo que aletea estérilmente
en
el subsuelo del coraje.
Los
días me como lentamente,
las
noches con sus lunas,
el
sabor de un árbol saboreo
de
savia como sabias predicciones.
Un
árbol de hojas
como
ojos deshojados.
Sustancia
original del suelo
sepultura
y vida
Doy
una mordida al tiempo
atrapada
por mis huesos y mi carne
donde
los ayes del pasado
reverberan.
El
sabor a origen retomo del manzano,
el
llanto turbio
que
al mar junta
con
los siglos,
la
costra que desangra
en
cada herida
hasta
volverse llaga y rostro.
Regreso
a la partícula,
a
la neblina sin gerundios,
a
la estrella solitaria
que
regó a la sombra
su
mercurio,
al
infinito lento, a la selva, a la saliva
derramada
desde el cielo,
a
la pierna de Dios, celeste,
al
estornudo de Dios,
a
la borrachera cósmica,
a
la bacanal del mar,
al
primer pecado
de
los ángeles,
a
la ruptura con el diablo,
al
silencio sordo
de
la emperatriz del fuego.
Rasguño
a mi ignorancia,
a
mi entendimiento doy la mano y lo levanto.
En
este valle de metal y frío
a solas con mis manos.
a solas con mis manos.
(De mis primeros poemas)
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Rocío Tame
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